Faltaba más de media hora y empezaba a llegar público. Estábamos aún haciendo la prueba de sonido y por primera vez nos creímos esa manida frase que dice “tranquilo, esto luego con gente no tiene tanto eco”. Y es que a lo hora exacta programada no cabía un alfiler. Realmente el poder de convocatoria de Carbonell es espectacular.
Empezó el concierto. Un silencio casi reverencial inundó la sala. Carbonell, tranquilo, pausado, iba poco a poco metiéndose al público en el bolsillo (si bien la predisposición de todos era inmejorable). A jóvenes de cincuenta y pico años les parecía que fue ayer cuando tenían "veintipico" y oían esas mismas canciones. Un bebé en brazos de su padre no apartaba la mirada del escenario. Varios niños en primera fila estaban quietos y callados (para sorpresa de sus madres que no daban crédito). Chavales coreaban canciones grabadas muchos años antes de que hubieran nacido… Y es que lo de Joaquín Carbonell no sólo es oficio, es poner corazón a cada nota. Reconoce no ser un buen guitarrista, pero ¿a quién le importa cuando la música es sincera?
En una tarde tan intensa es muy difícil señalar momentos puntuales, podríamos hablar de los constantes recuerdos a Labordeta, de los guiños a anécdotas pasadas, de canciones no tan conocidas que sorprendieron por su frescura y fina ironía, pero hablar de este concierto es hablar de un sentimiento. Joaquín Carbonell nos hizo felices y es que creo que todos lo que estuvimos ahí reconocemos en él a uno de los nuestros (permitidme el lujo de parafrasear al propio Joaquín hablando de Labordeta).
Todos sabíamos quién era Carbonell… pero esa tarde conocimos a Joaquín.
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