Temprano, quiere acariciarme un sol perezoso que asoma jugando al escondite tras dos puntas de peñascos, vigías ambos de momentos mejores en otro tiempo.
Mis pasos deambulan sin rumbo cierto, se dejan guiar por una senda trazada e indicada.
Los tomillos y romeros de las lindes, con mi zancada insegura, crujen a mis pisadas dejando huella de aromas hondos, que despiertan mi cerebro aún somnoliento, con su delicia de perfume amable y penetrante; un aire limpio y fresco, que sabe cierto que huirá al avanzar la mañana, me acaricia el rostro que el negro café no supo despertar entero.
Vamos juntos; una excursión deseada; el paisaje se torna rojizo, gris, y verde amarillento por momentos, las piedras de cascajo, sueltas, ruedan ladera abajo componiendo una sinfonía de golpes de tambor continuos al caer por los escarpes; la sombra del de delante descansa sobre mí, mi mirada se pierde barranco abajo cuando no por el cortado donde el agua monótona de la acequia, más abajo la del río, serpentea en dibujos sesgados, a veces esfumados entre el verdor de zarzas, juncos, álamos y algún que otro sauce que llora su sombra sobre el cauce.
Paramos frente a un enebro, más allá una sabina; escucho la explicación; me trae el nombre de ambos al frailecillo que por las Américas anduvo de misiones y de botánicas, sin embargo, en mi ignorancia, el olor de la redondez del fruto del primero más me acerca al gin tonic, de Bombay por supuesto, en un atardecer ya sea solo o bien acompañado, mientras el de la segunda me acojona el poder tóxico y hasta abortivo que esconde en su redondez callada el fruto.
¡Dios cuántas variedades!
En otro momento nos llaman la atención el vuelo circular pausado de unas cuentas parejas de buitres, a mí mismo me digo si andarán en busca de un copioso desayuno que sonrío al pensar pudiera ser yo su bocado. Trazan en el cielo ruedas acompasadas, cada cual lleva su ritmo, su trayectoria, en unísono compás. Parecen vigilarnos.
Se muestra próximo el destino del sendero. Fueron ya más de tres horas de camino divertidamente comentado. Decenas de anécdotas y bromas han salpicado el recorrido.
Llegamos por estos lugares que respiran terreno sagrado a un abrigo natural, una balma, por suerte, ni la mano del supuesto hombre civilizado ni unos cuantos miles de años transcurridos, han podido borrar la huella de aquellos brujos, chamanes o hechiceros, mejor artistas, que dejaron su obra impresa en la roca en tonos bermejos. Pinturas rupestres de una sencilla e inmensa belleza.
Decenas de imágenes plasman cada recoveco de la lastra que hay que adivinar mediante las indicaciones a su pie de un clarificador croquis.
Disfrutamos del momento, descansamos y damos buena cuenta de unos bocadillos y un buen trago de agua fresca.
Hermosa mañana, hermosa excursión a Los Estrechos, sólo nos queda el regreso, cansados y satisfechos.
Mis pasos deambulan sin rumbo cierto, se dejan guiar por una senda trazada e indicada.
Los tomillos y romeros de las lindes, con mi zancada insegura, crujen a mis pisadas dejando huella de aromas hondos, que despiertan mi cerebro aún somnoliento, con su delicia de perfume amable y penetrante; un aire limpio y fresco, que sabe cierto que huirá al avanzar la mañana, me acaricia el rostro que el negro café no supo despertar entero.
Vamos juntos; una excursión deseada; el paisaje se torna rojizo, gris, y verde amarillento por momentos, las piedras de cascajo, sueltas, ruedan ladera abajo componiendo una sinfonía de golpes de tambor continuos al caer por los escarpes; la sombra del de delante descansa sobre mí, mi mirada se pierde barranco abajo cuando no por el cortado donde el agua monótona de la acequia, más abajo la del río, serpentea en dibujos sesgados, a veces esfumados entre el verdor de zarzas, juncos, álamos y algún que otro sauce que llora su sombra sobre el cauce.
Paramos frente a un enebro, más allá una sabina; escucho la explicación; me trae el nombre de ambos al frailecillo que por las Américas anduvo de misiones y de botánicas, sin embargo, en mi ignorancia, el olor de la redondez del fruto del primero más me acerca al gin tonic, de Bombay por supuesto, en un atardecer ya sea solo o bien acompañado, mientras el de la segunda me acojona el poder tóxico y hasta abortivo que esconde en su redondez callada el fruto.
¡Dios cuántas variedades!
En otro momento nos llaman la atención el vuelo circular pausado de unas cuentas parejas de buitres, a mí mismo me digo si andarán en busca de un copioso desayuno que sonrío al pensar pudiera ser yo su bocado. Trazan en el cielo ruedas acompasadas, cada cual lleva su ritmo, su trayectoria, en unísono compás. Parecen vigilarnos.
Se muestra próximo el destino del sendero. Fueron ya más de tres horas de camino divertidamente comentado. Decenas de anécdotas y bromas han salpicado el recorrido.
Llegamos por estos lugares que respiran terreno sagrado a un abrigo natural, una balma, por suerte, ni la mano del supuesto hombre civilizado ni unos cuantos miles de años transcurridos, han podido borrar la huella de aquellos brujos, chamanes o hechiceros, mejor artistas, que dejaron su obra impresa en la roca en tonos bermejos. Pinturas rupestres de una sencilla e inmensa belleza.
Decenas de imágenes plasman cada recoveco de la lastra que hay que adivinar mediante las indicaciones a su pie de un clarificador croquis.
Disfrutamos del momento, descansamos y damos buena cuenta de unos bocadillos y un buen trago de agua fresca.
Hermosa mañana, hermosa excursión a Los Estrechos, sólo nos queda el regreso, cansados y satisfechos.